A menudo nos encontramos con familias que se relacionan a través de la violencia. Muchos de estos chicos/as, la mayoría adolescentes, insultan, faltan al respeto a sus padres/madres e incluso, en muchos casos, llegan a la agresión física. Estos padres/madres, insisten en la estrategia ineficaz de la repetición, convencidos de que a través del monólogo (empleamos el término “monólogo”, porque para que fuese un diálogo tendrían que hablar ambas partes) van a mejorar la actitud de su hijo o solucionar la situación conflictiva, cuando así lo único que hacen, es cronificar y agravar situaciones insostenibles. En muchas ocasiones, esas reacciones violentas transmiten un mensaje de fondo del hijo/a que es algo así como: “reacciona, ponme límites, te piso porque me dejas, no puedo respetar a alguien que se deja ningunear así, que se rebaja a mi nivel, necesito a un adulto que me marque pautas y que sea capaz de hacerlas cumplir…”. Cuando un padre permite, de un modo u otro, que su hijo/a lo maltrate, le está enviando el mensaje implícito de que no es digno de respeto.
El respeto hay que ganarlo. Si bien es cierto que cada hijo es un mundo y que las pautas educativas que funcionan con uno no funcionan con otro; también es verdad que hay chicos/as más “revoltosos/as” o rebeldes que otros/as, pero, lo que no es cierto, es que repitiendo doscientas veces el mismo discurso, vayamos a lograr educar a nadie. Los propios animales, sin capacidad de raciocinio, son capaces de marcar límites de forma clara y contundente; nunca una cría se atrevería a atacar a su madre. Por ejemplo, en los galliñeros, las jerarquías están muy claras y al que intenta saltárselas, se le responde con contundencia y de inmediato, dejándole claro “quien manda”. Resaltamos estas dos palabras (contundencia y de inmediato), porque son claves a la hora de marcar límites y por lo tanto, de educar.
Está claro, que solamente marcando límites no se puede educar a una persona de forma adecuada, esto es sólo el punto de partida, la base sobre la que asentar todo lo demás. Para poder educar debemos tener autoridad moral sobre la persona a educar; si no logramos el respeto, difícilmente vamos a poder servirle de guía en su proceso de aprendizaje.
Consentir conlleva criar futuros adultos sin tolerancia a la frustración, personas caprichosas que aprendieron que cada vez que patean consiguen lo que quieren (primero pateando, luego gritando, luego insultando, luego empujando,… para terminar pegando). Cada vez que se cede a un chantaje de este tipo, el mensaje que les estamos enviando a los/as chicos/as es que las cosas se alcanzan por la fuerza e insistiendo; terminan aprendiendo que persistiendo consiguen lo que pretendían, sean “chuches”, el móvil, o lo que sea; “cuando se cansen de escucharme ya me lo darán” (este sería el pensamiento del/de la chico/a en cuestión). Sin embargo, los que tienen que desistir son ellos y los que no se pueden permitir el lujo de ceder son los padres/madres o los educadores/as, ya que están formando personas que tienen que ser libres, autónomas, con habilidades sociales, afectuosas, personas sanas y autorrealizadas; es decir: el objetivo son ellos, su formación como personas.
Cada vez que se enfadan o cogen una rabieta y por eso se les da lo que piden, ya sea por vergüenza, por no discutir, por no enfrentarse, o por miedo al “que dirán los vecinos” si tengo que ser yo quien levante la voz para que se cumpla una orden, o por cansancio, porque es cansado educar, estamos perdiendo una batalla en la que las consecuencias las va a pagar nuestro/a hijo/a. Quien no tiene límites es un ser alienado, un ser que está fuera de si mismo, alguien esclavo de sus necesidades primarias, un sufridor que no es capaz de gozar de nada ni de valorar nada, en definitiva, un desgraciado.
Para poder educar a un/una hijo/a en el diálogo, primero hay que enseñarle qué son los límites, el respeto, la humildad, el esfuerzo. Luego, ante esta persona sensible, empática, razonable, podremos trabajar el razonamiento, los valores, los principios y aquí, llegados a este punto, sí podremos dialogar, porque ya tendremos ante nosotros a una persona que nos responda.
Pero para llegar a esto, hay que partir de lo concreto, hay que ser firmes, cariñosos, flexibles a veces, otras inflexibles y sobre todo, saber escuchar a la persona que tenemos frente a nosotros y a nosotros mismos.